Mark Twain publicó Príncipe y mendigo en 1881, en Canadá, y recién al año siguiente la novela vio la luz en Estados Unidos.

Ambientada en 1547, cuenta la historia de dos niños de características físicas idénticas: el príncipe Eduardo —hijo de Enrique VIII de Inglaterra — y Tom Canty, un mendigo que vive con su padre que lo cría a fuerza de palizas y privaciones.

El pobre Tom sueña con tener una vida mejor y salir de la miseria y los abusos que lo rodean. Un día, mientras merodeaba en las afueras del palacio, ve a Eduardo, príncipe de Gales, heredero de la corona. Emocionado, intenta acercarse pero es maltratado por un guardia real.

Sin embargo, Eduardo percibe la situación e invita al mendigo a sus aposentos. Allí quedan maravillados por la semejanza de sus apariencias y, a modo de juego, intercambian sus ropas.

Así las cosas, al salir Eduardo, es golpeado por los guardias y expulsado del palacio, al confundirlo con el pequeño mendigo. Cuando el niño llega al hogar de los Canty también es apaleado por el padre de Tom y escapa a duras penas. En su huida, conoce a Mike Hendon, un soldado noble que se apiada de él —aunque no cree la historia de que es el príncipe — y se convierte en su protector.

A medida que Eduardo experimenta la brutal vida de la gente pobre, toma conciencia de la desigualdad social, del terrible sistema judicial donde las personas son flageladas o quemadas en la hoguera y se propone, a futuro, intentar revertir tanto horror.

A medida que Eduardo experimenta la brutal vida de la gente pobre, toma conciencia de la desigualdad social, del terrible sistema judicial donde las personas son flageladas o quemadas en la hoguera y se propone, a futuro, intentar revertir tanto horror.

Mientras tanto, en el palacio, nadie le cree a Tom, que insiste con la cantinela de que él no es el príncipe y asumen que el muchacho se ha vuelto loco. Una y otra vez le preguntan por el Gran Sello Real —que Eduardo había escondido antes de salir — pero Tom no tiene idea qué es lo que le reclaman.

Es entonces cuando el rey muere y toda la corte se prepara para la coronación del nuevo monarca. Eduardo logra colarse e interrumpe la ceremonia, pero los nobles se niegan a creer que ese joven andrajoso es el verdadero soberano hasta que revela dónde se encuentra oculto el Gran Sello Real, conocimiento que es tomado como prueba de su identidad.

Hacia el final de Príncipe y mendigo, Mike Hendon es recompensado por haber cuidado del niño, Tom recibe el título de “protegido del rey” y Eduardo reina misericordiosamente debido a las duras experiencias vividas en las calles de su feudo.

Funcionarios y pobres

Desde 1547 a la fecha, mucha agua ha pasado bajo el puente y, por lo tanto, es de suponer que las cosas han cambiado. Pero, si se mira con atención, parece que no es tan así.

Hace unas tres semanas, en medio de una jornada de protesta nacional de los movimientos sociales en la que reclamaban por la falta de alimentos en los comedores, un grupo de personas se acercó hasta las puertas del Ministerio de Capital Humano.

La ministra Sandra Pettovello no dudó y salió a la calle a hablar con ellos, algo que un principio me sorprendió gratamente: ¡Un alto funcionario en la calle, hablando directamente con los pobres! Lamentablemente, lo grato se esfumó en escasos segundos, al escucharla decir: “¿… Tiene hambre la gente? Que venga… chicos, ¿ustedes tienen hambre? Vengan de a uno que les voy a anotar el DNI, el nombre, de dónde son y van a recibir ayuda individual…”

Príncipe y mendigo

Luego de esta humillación, a todas luces innecesaria, se sentó en el ingreso del edificio, al frente de un escritorio en el que esperaba recibirlos. Los referentes de los movimientos sociales se negaron a que eso ocurriera.

A los pocos días, le redoblaron la apuesta: organizaron una “fila del hambre” en la puerta del Ministerio que llegó a extenderse por más de veinte cuadras, con el objeto de ser atendidos por Pettovello. El hambre fue “de a uno”, como la ministra había exigido, e hizo la fila de manera prolija, incluso respetando el protocolo antipiquetes de Patricia Bullrich. La titular de la cartera no los recibió, alegando: “…Vinieron solos, yo no los cité…”. A la humillación inicial, la de anotarse en un listado de hambrientos, sumamos entonces la crueldad.

Como vimos en la novela de Twain, el príncipe Eduardo pudo comprender la realidad de su pueblo y sentir compasión sólo cuando se vio obligado a vivir como un mendigo y a experimentar la vida de los menos afortunados. Cuán necesario sería una especie de Príncipe y mendigo: que nuestros funcionarios tuvieran el deber de, cada tanto, cambiar su lugar con otro que esté en una posición distinta a la suya.

La superficialidad y la falta de empatía de la nobleza, que se preocupaba más por las apariencias y los protocolos que por el bienestar de sus súbditos, no están tan alejadas de la insensibilidad y la deshumanización de nuestros gobernantes.

La superficialidad y la falta de empatía de la nobleza, que se preocupaba más por las apariencias y los protocolos que por el bienestar de sus súbditos, no están tan alejadas de la insensibilidad y la deshumanización de nuestros gobernantes.

Y no voy a hacerme la tonta para mirar con un solo ojo: algo similar ocurre con los referentes de los movimientos sociales que se autoproclaman como los “defensores y representantes de los que menos tienen”. Todos y cada uno de ellos, que claman a diario por la resolución urgente de la situación alimentaria —reclamo que todos compartimos—, son personas con las necesidades básicas y no tan básicas resueltas: personas que se disfrazan de pobres y dan la orden de “bajar al territorio” para ayudar.

Y es entonces que me pregunto: ¿acaso este discurso no es la confesión de un carácter un tanto despectivo? Un discurso tramposo, que se viste de popular pero que resulta elitista y soberbio. Tan soberbio y perverso como el de Pettovello queriendo anotar muertos de hambre en una libreta.

¿Bajar al territorio? ¿Bajar desde dónde? ¿BAJAR? Si hay que bajar, señores, es porque entienden que están “arriba de”. Es una forma de reconocer que viven en una torre de marfil y es una forma de enseñar que el poder es eso: un arriba que imparte órdenes y organiza y un abajo en el que son sumisos y obedientes.

En consecuencia, los pobres —como en la novela— son sucios, feos y malos. Y están “abajo”. Y tienen que anotarse para que los ayuden porque, en nuestro país, comer se ha vuelto un lujo.

Mientras tanto, los ministros en sus despachos con aire acondicionado y cafecitos gratis. Y los referentes sociales ordenando la tropa para que “baje” al territorio.

¿Bajar al territorio? ¿Bajar desde dónde? ¿BAJAR? Si hay que bajar, señores, es porque entienden que están “arriba de”. Es una forma de reconocer que viven en una torre de marfil y es una forma de enseñar que el poder es eso: un arriba que imparte órdenes y organiza y un abajo en el que son sumisos y obedientes.

Acostumbrados a vivir en un mundo de privilegios y comodidades, si les tocara como a Eduardo, vivir como lo hace el pueblo, se verían enfrentados a la dura realidad que parecen no ver y a aprender a sobrevivir en un entorno hostil.

Como bien escribió Mark Twain, “…la barriga llena vale poco cuando mueren de hambre la mente y el corazón…”.

Salir del escritorio o de las redes sociales en las que tanto les gusta escribir podría ayudarlos a entender: escuchando, siendo parte, buscando soluciones AL LADO.

La misericordia que Eduardo pudo desplegar en su reinado, sería bienvenida por estas tierras.