En Mujercitas, allá por 1868, Louisa May Alcott nos describió dos modelos de mujeres, representados por Jo March y su hermana menor, Amy.

Jo —que adoptaba ese nombre porque Josephine no le agradaba y prefería un nombre más masculino— era ambiciosa, independiente y audaz. Aborrecía sus rasgos femeninos porque consideraba que la limitaban, y rehusaba adaptarse a los estereotipos de la época. De carácter fuerte y mal hablada, estaba llena de ideas progresistas y revolucionarias. Igualita, igualita al modelo feminista que prolifera por estos días.

Todas las chicas, al leer Mujercitas queríamos ser una o la otra. Algunas soñaban ser Jo y triunfar en el mundo de la escritura, sin que importara la apariencia. Otras, rogaban tener la belleza de Amy.

Amy era todo lo contrario. Frívola y obsesionada por las apariencias, era considerada, por muchos lectores, la villana entre las cuatro hermanas. Siempre elegante, con bucles rubios, piel pálida y ojos azules, se desesperaba por su nariz respingona a la que no consideraba aristocrática y a la que intentaba cambiar de forma usando una pinza mientras dormía. Complaciente y amable con los mayores, solía mostrarse egoísta y egocéntrica, quizás por hallarse excesivamente mimada.

Todas las chicas, al leer Mujercitas queríamos ser una o la otra. Algunas soñaban ser Jo y triunfar en el mundo de la escritura, sin que importara la apariencia. Otras, rogaban tener la belleza de Amy.

Invariablemente, todas queríamos casarnos con el galán de la novela: el joven Laurie, tan apuesto y educado. Cuando Jo se negó a ser su esposa y le rompió el corazón, las fans de la muchacha supusieron que el muchacho volvería a pedir su mano. Sin embargo, Laurie terminó casándose, enamoradísimo, con la preciosa y petulante Amy.

Yo era la inconformista de mi grupo de amigas y quería ser una mezcla de las dos: inteligente, independiente y triunfante en el mundo editorial, pero dueña de una belleza arrebatadora que me garantizara un romance con Laurie. Desde aquellos tiempos, mis ideales no congeniaban mucho con los ideales feministas de esta ápoca.

Mujercitas

El caso Silvina Luna

El caso de Silvina Luna nos conmovió a todos. Sin embargo, parece que la muerte de alguien querido no alcanzó para refrenar, aunque sea por un rato, esa postura intelectual que consiste en culpar a las exigencias de “el patriarcado” sobre nuestros cuerpos.

Me enoja mucho leer o escuchar a todas aquellas oportunistas, que aprovechan a llevar agua para su molino, disparando discursos que no interpelan a nadie:  patriarcado, víctimas de la sociedad, violencia estética, presión mediática, mandatos de la belleza, sistema que obliga y destruye, estereotipos y así hasta el infinito y más allá.

Creo que Jo March se hubiera identificado bastante con esta corriente de mujeres que se inmolan a través de las palabras y que, indirectamente, le indilga la culpa a la víctima por haberse atrevido a modificar su cuerpo en su afán de verse perfecta.

Personalmente, estoy convencida de que a Silvina Luna no la mató un concepto. No todo es discutible en los púlpitos ni en las academias.

¿En serio me quieren convencer de que la culpa es del patriarcado, ese ente abstracto que la obligó a someterse a cirugías estéticas para lucir más bella? Si este es el caso, entonces el patriarcado logra que se le reste mérito al verdadero culpable: un médico inescrupuloso que cometió mala praxis y causó la insuficiencia renal que la llevó a la muerte.

Del mismo modo reflexiono sobre las tantas veces que me dijeron “el patriarcado somos todos”. Si el patriarcado somos todos y el patriarcado es el culpable, entonces todos matamos a Silvina. Yo no lo creo: hay un responsable concreto de su muerte, con nombre y apellido, condenado en primera instancia, al que no es necesario licuarle la responsabilidad y beneficiarlo con la ambigüedad en torno a la culpa.

Y para más preguntas, ¿Dónde queda el discurso repetido hasta el hartazgo de “mi cuerpo, mi decisión? ¿Puedo decidir libremente si realizo un aborto –cuestión con la que acuerdo- pero no puedo decidir hacerme un tratamiento quirúrgico porque si lo hago estoy bajo el pie brutal y dominador del patriarcado? ¿En qué quedamos? ¿puedo o no puedo decidir sobre mi cuerpo?

Del mismo modo reflexiono sobre las tantas veces que me dijeron “el patriarcado somos todos”. Si el patriarcado somos todos y el patriarcado es el culpable, entonces todos matamos a Silvina. Yo no lo creo:

Amy March lo tenía muy claro: aceptarnos tal como somos es un slogan mentiroso. Así como ella se quemaba con las tenacillas para lograr sus rizos perfectos o dormía con la nariz apretada con un gancho para convertirla en una nariz aristocrática, nosotras nos quemamos cuando nos hacemos la depilación definitiva o nos sometemos a las manos de un médico que debería tener la obligación de asegurarnos terapias seguras y cirugías confiables.

Ser feminista no debería ser sólo sinónimo de Jo March. Ser feminista también abarca a las Amys.

La autodeterminación de las mujeres, el empoderamiento, el vivir plenas de decisión y libertad no sólo debería asimilarse a la equiparación con los hombres en el mundo laboral, a la independencia económica, a los logros profesionales y a la toma de decisiones sobre nuestros cuerpos —en relación a la vida sexual y al aborto—.

Las feministas de hoy podemos ser Jo y Amy al mismo tiempo. Podemos lograr lo descripto en el párrafo anterior y, al mismo tiempo, ser bellas, elegantes, femeninas, hacernos retoques y cirugías estéticas porque sí, sin entrar aterradas a un quirófano porque un criminal tiene el poder de arruinarnos la vida.

Jo y Amy pueden convivir en el cuerpo de toda mujer. Y casarse con un galán como Laurie no nos hace menos luchadoras. Muchos menos, decidir hacernos lo que se nos ocurra en el cuerpo.