Cuando leí por primera vez Los miserables era joven y caprichosa, y creo que fue por eso que me enojé con Víctor Hugo. 

En aquellas tardes aburridas y agobiantes de verano, yo quería saber qué iba a pasar con Jean Valjean, me preocupaba por la persecución del malvado Javert, lloraba con la muerte del descarado Gavroche y por sobre todas las cosas, hacía fuerza, mucha fuerza para que Cossete terminara junto a su enamorado Marius. 

Víctor Hugo, sin embargo, se empeñaba en sermonearme sobre la ética, el mal, la injusticia, la fe y el accionar de la naturaleza humana frente a la adversidad. Además, se dedicaba a sustraerme del encanto del relato, con páginas y páginas sobre historia francesa, con nombres propios, datos fríos y descripciones larguísimas que me distraían de lo importante.

Frases rimbombantes del estilo “tocar las puertas de los cuarteles”, “la democracia está en peligro”, “memoria completa”. Demasiadas palabras que me resultan tan inútiles como las que aparecen, por ejemplo, en el minucioso y eterno detalle de la batalla de Waterloo que desgrana Víctor Hugo.

Varios años después —demasiados para mi gusto— me sucede lo mismo. ¿Con un libro? No. En esta ocasión, con la actualidad política de Argentina y con los discursos de los candidatos presidenciales.

La diferencia entre lo que quiero saber y lo que me dicen —en parrafadas tan extensas como las de Víctor Hugo en Los miserables— es abismal. Y ya no puedo recurrir al consejo que por aquellos años me diera un lector más avezado: salteá la hojarasca y andá a la esencia.

Por estos días, hablan sobre la dictadura, los militares, los desaparecidos, los montoneros, las bombas, los atentados, las torturas, las muertes. Un eterno revisionismo del pasado en el que se mezclan marchas de repudio, gritos e insultos, deseos de venganza, deseos de justicia, discursos encendidos, actos conmemorativos, reivindicaciones, exigencias de auditorías y acusaciones cruzadas. 

Frases rimbombantes del estilo “tocar las puertas de los cuarteles”, “la democracia está en peligro”, “memoria completa”. Demasiadas palabras que me resultan tan inútiles como las que aparecen, por ejemplo, en el minucioso y eterno detalle de la batalla de Waterloo que desgrana Víctor Hugo.

Otra vez, entonces, me enojo y quiero saber: 

¿Qué medidas van a tomar para terminar con los robos, los asaltos, los asesinatos en las calles? ¿Qué políticas van a implementar en relación a las drogas y al narcotráfico? ¿Qué fuentes de trabajo van a crear? ¿Cómo van a hacer para bajar la inflación? ¿Qué va a pasar con las tarifas de los servicios públicos? ¿De qué forma van a ayudar a los pequeños empresarios? ¿Qué van a hacer con respecto a los impuestos? ¿Qué van a hacer para que podamos llegar a fin de mes con algún peso en el bolsillo? ¿De qué manera piensan levantar a todos los que se caen bajo una línea de pobreza cada vez más difícil de remontar? ¿Qué modificaciones tienen pensadas en relación a un sistema educativo que no para de egresar chicos que apenas saben leer? ¿Qué van a hacer con el campo, con la explotación minera y pesquera, y con el turismo? ¿Cómo van a solucionar el sistema de salud, hoy con medicamentos y prótesis que no ingresan al país, con médicos mal pagos y enfermos con turnos que nunca llegan? ¿Cómo van a cambiar las rutas llenas de pozos, los barrios sin cloacas ni agua potable, las calles de barro, los policías corruptos y los jueces acomodaticios? 

A ver si me entienden, si les hablo desde el llano: 

¿Puedo mandar al pibe a la escuela pública o van a seguir con paros eternos por los malos sueldos y porque los colegios se caen a pedazos? ¿Tengo que pedir un turno hoy para que dentro de cuatro meses me hagan los estudios ginecológicos de rutina o puedo pedirlo unos días antes? ¿Voy a poder ahorrar unos pesos por mes para irme de vacaciones a la costa? ¿Duermo tranquila mientras mi pibe adolescente sale a bailar o me como las uñas aterrorizada cada vez que sale a la calle? ¿Me va a seguir aumentando la luz, el agua, el gas todos los meses? ¿Se va a cortar la luz como todos los veranos? ¿Puedo pedirle ayuda a un cana o tengo que tenerle miedo? ¿Puedo hablar con el celular en la calle o me van a robar ni bien lo saque de la cartera? ¿Puedo invitar a mis amigos a comer o, si incurro en ese gasto ridículo, no me va a alcanzar para llegar tranquila a fin de mes? ¿Van a ayudar de alguna manera a los pibes que duermen en la placita de enfrente de casa, matando el frío a fuerza de paco, o los van a dejar padecer hasta que no les funcionen más los órganos? 

¿A ALGUNO DE LOS TRES CANDIDATOS LE IMPORTAMOS? ¿TIENEN ALGUNA RESPUESTA A MIS PREGUNTAS?

Disculpen los gritos. Es que ninguno de los tres me escucha. Ni Sergio Tomás. Ni el León. Ni Patricia.

En sus barrios custodiados, con sus guardaespaldas y choferes, con las cuentas bancarias abultadas, sin necesidad de hacer trámites, pedir turnos, conseguir vacantes, ir al supermercado, pagar las cuentas, esquivar a los pobres, los malandras, las devaluaciones, los aumentos, los policías y los piquetes. 

Sin una madre que no recibe la prótesis a tiempo, ni un hermano que se queda sin trabajo. Sin amigos que se van del país a buscar algo mejor. Sin hijos que no entienden para qué hay que estudiar, para qué hay que votar, para qué hay que esforzarse si total, en la esquina quizás te maten. Hijos que ven, día a día, que el esfuerzo de sus padres no alcanza.

Así es muy fácil no hacerse preguntas. Es sencillo no contestar urgencias. 

“Los candidatos me hacen la misma trastada que, cuando joven, me hizo Víctor Hugo: me distraen de lo importante, de lo que quiero saber, de lo urgente”.

Incluso es reconfortante lucirse snob, intelectual, sentarse a repensar la historia, combatir ideologías contrarias a las propias, salir de ronda por los canales de televisión y las emisoras de radio a contarse defensor de los derechos humanos y alzar el dedito acusador desde un púlpito en el que apoyan cómodamente la panza llena.

Los candidatos me hacen la misma trastada que, cuando joven, me hizo Víctor Hugo: me distraen de lo importante, de lo que quiero saber, de lo urgente.

Los candidatos, creo, lo hacen adrede. 

Porque no tienen respuestas. O porque no quieren decirnos la verdad. 

Porque siempre, pero siempre es más fácil la hojarasca. Esta vez, estoy convencida de que debajo de ella no hay nada.