Gustave Flaubert empleó cinco años de su vida en escribir Madame Bovary, que primero fue publicada por entregas en La Revue de París, durante 1856 y que recién vio la luz en forma de libro en 1857. La novela generó tal escándalo que la Iglesia la incluyó en su Índice de Libros Prohibidos y el escritor fue procesado por atentar contra la conducta decente y la moralidad religiosa.

Para resumir la historia: un médico con escaso talento, Charles Bovary, luego de enviudar, se enamora de una joven bella y educada por las monjas, Emma, quien tras el casamiento se convierte en Madame Bovary. 

Madame Bovary vive y respira según las novelas románticas que lee y, de manera semejante a Don Quijote, desea vivir el mundo apasionado y lujoso de esos libros, basándose en la idealización del mundo que se forma a partir de sus lecturas. Esta literatura impulsa las acciones que acometerá nuestra heroína: su máximo anhelo es experimentar aventuras apasionadas. Sin embargo, en su matrimonio sólo obtiene un marido conservador y sin carácter. 

Así las cosas, Emma se encuentra sumergida en el tedio de ser esposa y madre, hasta que saca a relucir su impulso apasionado, erótico y romántico, tratando de alcanzar lo que había soñado para sí misma a partir de las novelitas rosas que consume.

La joven engaña dos veces a Charles y, para darle gustos a sus amantes, hace estragos con las finanzas de su marido. Finalmente, agobiada por las decepciones amorosas y por la presión de sus acreedores, se suicida ingiriendo una cantidad enorme de arsénico en polvo: prefiere la muerte antes que aceptar la realidad de la vida que lleva. De esta manera, le deja las deudas -impagables- al esposo, quien descubre las infidelidades de su mujer y muere, desilusionado y solo.

La infeliz protagonista de Madame Bovary es, entonces, una mujer obediente a sus pasiones que no se detiene a pensar en las consecuencias. Una mujer que ha alimentado durante toda su vida una expectativa que no encuentra espacio en la realidad. Una mujer que vive en la ficción de sus fantasías y que se embarca en un itinerario de frustración y victimización.

A lo largo de la novela, vemos cómo Emma siempre es la víctima: martirizada por las novelitas que la inducen a desear una vida romántica, sofisticada y apasionada que nunca se cristaliza, por un marido que no posee grandes aspiraciones en la vida, por la carga de una hija que la ata al aburrimiento y a la que abandona a las manos de la niñera, por León y Rodolfo, sus dos amantes, quienes la abandonan y por Lheureux, un prestamista calculador que la lleva a la ruina

La infeliz protagonista de Madame Bovary es, entonces, una mujer obediente a sus pasiones que no se detiene a pensar en las consecuencias. Una mujer que ha alimentado durante toda su vida una expectativa que no encuentra espacio en la realidad. Una mujer que vive en la ficción de sus fantasías y que se embarca en un itinerario de frustración y victimización: un recorrido que, sin lugar a dudas, sólo conduce al fracaso.

Por siempre víctimas

Tras releer esta obra maestra de la literatura universal, me sentí sobrecogida por la irritación que me causa Emma y su eterna victimización. Una mujer con estudios, que parece tenerlo todo, rodeada de una familia que la quiere y la cuida y, sin embargo, siempre insatisfecha y siempre —según su visión— sacrificada en pos de los demás. 

No muy distinto a lo que presencio hoy en las actitudes de ciertas mujeres, y que me irrita aún más porque se supone que vivimos en un mundo feminista, de empoderamiento y de lucha por la igualdad. Y sin embargo… tan pobrecitas ellas…

Un ejemplo notorio es el de Luciana Peker, activista argentina especializada en género, periodista, escritora y referente del movimiento Ni Una Menos, que en los últimos días dio una entrevista a The Guardian en la que contó que “…dejó Argentina y se exilió en un lugar que no hace público por el peso de las amenazas en su contra…”.

En un país con historia de persecuciones políticas y desapariciones forzadas de personas, cuanto menos, sus declaraciones constituyen una frivolización de pésimo gusto. ¿Cuántos riesgos corre Peker si un altísimo porcentaje de la sociedad, en caso de cruzarla en la vía pública, ni siquiera la reconocería? ¿Qué es este perverso juego del exilio, este inventar demonios imaginarios, este relato mentiroso, esta victimización hipócrita? ¿Acaso Peker, al igual que Emma Bovary, se ha mimetizado con el discurso que consume y vende —no, no es un error: escribí “vende” —   y no logra distinguir lo que Vargas Llosa llamó “… el abismo entre ilusión y realidad, la distancia entre deseo y cumplimiento…”?

Otro caso desconcertante fue el de la diputada del Frente de Izquierda- Unidad (FIUT-U), Myriam Bregman, quien expresó su molestia cuando José Luis Espert se refirió a ella con el apodo de “copito de nieve”: “Linda con la violencia de género. No tengo por qué aceptar que un hombre me trate de esa manera descalificativa. Me eligieron decenas de personas en toda la ciudad de Buenos Aires para que los represente y no para que ningún machirulo me diga copito de nieve”.

¿En qué quedamos, queridas dirigentes feministas? ¿Queremos la igualdad con los hombres y luchamos por ella, o queremos ser unas princesas que nos quejamos, impostamos victimización y pedimos que nos protejan como a unas florecitas frágiles y decorativas?

¿En serio vamos a acusar de violencia de género a un hombre que nos diga “copito de nieve”? ¿Tan cómodo y útil le resulta a la diputada el papel de víctima que tiene que ubicarse allí y no moverse ni un ápice? ¿Banalizar algo tan jodido como la violencia de género le parece lógico y útil cuando la verdadera violencia de género mata a miles de mujeres? ¿Tan fácilmente se ofende, tan incapaz es de lidiar con opiniones opuestas? ¿O, como la protagonista de la novela de Flaubert, se limita a cumplir “…con sus tareas cotidianas como un caballo de noria que da vueltas y vueltas con los ojos vendados sin tener idea de la tarea que está desempeñando...?”

Cierto es que nada resuena ni publicita más que un buen escándalo. Sin embargo, siento que los principios se derrumban estrepitosamente cuando una de las dirigentes del movimiento feminista se ampara en un discurso de víctima débil que exige protección mientras escribe columnas sobre el poder de las mujeres y la igualdad con los hombres. 

Y lo mismo me sucede cuando en el fragor del debate político, una representante llora violencia porque le endilgaron una chicana que el único perjuicio que puede causarle es una catarata de memes y de chistes en las redes sociales. 

¿En qué quedamos, queridas dirigentes feministas? ¿Queremos la igualdad con los hombres y luchamos por ella, o queremos ser unas princesas que nos quejamos, impostamos victimización y pedimos que nos protejan como a unas florecitas frágiles y decorativas?

Escribir sobre esto suele acarrearme problemas, porque plantear dudas o ideas diferentes a las que bajan de los púlpitos modernos automáticamente es sinónimo de ser “machista, misógina, hija sana del patriarcado y hablar en nombre de la educación paternalista que me metieron en la cabeza desde que nací”.  

Porque hoy, las cosas son más o menos así: “o pensás como yo digo que hay que pensar o sos una idiota que te llevan de las narices”. Claro que eso no es más que otro intento de llevarnos de las narices, disfrazado —una vez más—  de revolución inteligente. Mi problema es que yo no distingo ni la revolución ni la inteligencia. 

A los ídolos es mejor no tocarlos: algo de su dorada capa se queda inexorablemente entre los dedos”, escribió Flaubert. Quizás tendría que haber seguido su consejo y evitarme el problema de pensar distinto.