Italo Calvino, entre 1949 y 1967, escribió trece cuentos que luego fueron publicados bajo el título Los amores difíciles

Este conjunto de historias breves y minuciosas, que fluctúan entre lo cómico y lo amargo, tratan sobre la dificultad para comunicarse que tienen ciertas personas que, por alguna circunstancia inesperada, podrían comenzar una relación amorosa.

Cada uno de los relatos fue titulado como “La aventura de…” y entre ellos encontramos la aventura de un soldado que viaja en tren, junto a una dama desconocida; la de una mujer casada que vuelve a su casa luego de una noche de libertad; la de un matrimonio que trabaja en turnos distintos y que, a causa de eso, sólo tienen contacto al sentir el calor de las sábanas que el otro abandonó minutos antes; la de una bañista que pierde una prenda íntima en el mar y es incapaz de pedir ayuda.

En la mayoría de estos cuentos, escritos en un lenguaje muy poético, se marca una especie de camino hacia el silencio, un itinerario de palabras no dichas o viciado por la inutilidad de las palabras proferidas para intentar movilizar al otro. 

El escritor italiano (nacido en Cuba) se enfoca en el modo en que los vasos comunicantes entre sus personajes están rotos y aborda el amor desde lo que no pudo ser. Habla de fracasos y de desencuentros, de la imposibilidad de establecer vínculos afectivos, de ilusiones no confirmadas.

En la mayoría de estos cuentos, escritos en un lenguaje muy poético, se marca una especie de camino hacia el silencio, un itinerario de palabras no dichas o viciado por la inutilidad de las palabras proferidas para intentar movilizar al otro. 

Al releerlos, uno se impregna de amor y de ausencia, de anhelos e intentos de seducción que se transforman en fracasos gigantescos y probablemente irreversibles. Son relatos que podrían definirse como callejones sin salida, con finales acres y dolorosos.

El amor que no alcanza

La narrativa de Calvino, en Los amores difíciles, bien puede aplicarse a lo que sucedió durante la campaña electoral reciente: acá también se pudo vislumbrar cuánto se han roto los lazos comunicantes entre el pueblo y todos aquellos que se arrogan su representación.

Creo que nunca hubo tanta distancia entre los gestos impartidos “desde arriba” y el comportamiento a la hora de votar de “los de abajo”. De manera explícita se manifestaron en contra de Javier Milei casi todas las instituciones y personas públicas: artistas, intelectuales, economistas, científicos, clubes de fútbol, sindicatos, influencers. Y, de manera aún más explícita —si se puede— la ciudadanía se manifestó en las urnas demostrando que no le importa lo que opinan estos personajes y que no está dispuesto a dejarse sermonear por aquellos que están tan alejados de la realidad que se vive en las calles.

Igual que en los relatos del escritor, los discursos no coincidieron con las vicisitudes individuales y se quedaron en una simple aventura intelectual que no pasa el umbral del sentido común.

Este cúmulo de actos de compromiso ocasional e indolente de los “panzas llenas” no conmovió a nadie. Y así, los artistas e intelectuales —por nombrar a algunos— se cayeron sorpresivamente de su torre de ego y se dieron cuenta de que, al final, su opinión “influencia” a muy poca gente. 

Quizás deberían pensar que algo falló en ellos y que ese algo que falló es el no saber captar las angustias de la sociedad a manos de un gobierno sobre el que callaron durante cuatro años muy largos. Quizás deberían recordar la frase de Napoleón Bonaparte: “Un líder se dedica a vender esperanza” y asumir que ellos, a esta altura, sólo pueden intentar vender libros o canciones.

Este cúmulo de actos de compromiso ocasional e indolente de los “panzas llenas” no conmovió a nadie. Y así, los artistas e intelectuales —por nombrar a algunos— se cayeron sorpresivamente de su torre de ego y se dieron cuenta de que, al final, su opinión “influencia” a muy poca gente. 

Así las cosas, Milei supo canalizar la bronca de los que están hartos, oponiéndose a ese aire de superioridad ideológica, moral e intelectual con la que se nos bombardeó durante una campaña interminable y que —evidentemente— no cae bien entre los laburantes que día a día pierden calidad de vida. 

¿Tan difícil era escuchar a los trabajadores? ¿Tan difícil era entender que se le hablaba de no perder los derechos adquiridos a una masa que no tiene absolutamente ningún derecho? ¿Tan difícil era pensar que cuando el pueblo pasa hambre le resulta pedante que alguien con la vida resuelta venga a decirle qué hacer?

El mensaje que se escuchó fuerte el domingo de las elecciones fue que una gran mayoría siente un hartazgo enorme contra todo el poder corporativo. Que estaba dispuesto a darle un cachetazo de realidad a todos aquellos que levantaron el dedito desde el púlpito. Que la crisis de representatividad es descomunal.

Nadie se preocupó por escuchar a “los de abajo”. Como en la narrativa de Calvino, el diálogo falló o se convirtió en un monólogo snob, en una agitación inútil que nadie creyó se convertiría en acciones reales para mejorarles la cotidianeidad. Se les aseguraba un equilibrio frágil, un hacer que las cosas permanecieran en el mismo lugar y así erupcionó la rebeldía: al que no tiene para darle de comer a sus hijos no le alcanza que le digan que todo va a seguir igual.

Como bien dijo el autor de Los amores difíciles y nadie supo captar a la hora de hablar en campaña: “Toda historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible.”

Parece, entonces, que la representación pasa a segundo plano si el salario pierde contra la inflación y la pobreza aumenta. Parece que los sindicatos, asociaciones y agrupaciones no representan en las magnitudes que dicen hacerlo.

Parece que detrás de los colectivos –—por más ruidosos que sean—, a esta altura de la historia, no había nadie.