Frankenstein o el moderno Prometeo es una novela de terror gótico, publicada en 1818 por Mary Shelley, y a la que todos —a través de su lectura o de alguna de sus versiones cinematográficas— hemos tenido acceso.

Cuando nombramos a Frankenstein, inmediatamente pensamos en el monstruo. Pero no: Víctor Frankenstein, el protagonista, es un estudiante universitario de ciencias naturales que consigue dar vida a ese monstruo: un ser de apariencia humana pero que mide dos metros y medio y tiene un aspecto repulsivo.

Ante la visión de este prodigio, Víctor comprende el horror de lo que ha cometido y rechaza con espanto el resultado de su experimento. Por ello, huye de su laboratorio y, al regresar, se encuentra con que la criatura ha desaparecido.

Tras una larga serie de sucesos que no voy a enumerar en esta columna, Víctor se reencuentra con su creación. En ese momento, el engendro le confiesa que en sus inicios era un ser bondadoso y que su único objetivo era amar y ser amado. Sin embargo, el haber sentido de manera reiterada el horror que causa su aspecto y el rechazo de los hombres, en él se han despertado sentimientos de odio y una profunda sed de venganza.

Frankenstein o el moderno Prometeo

A causa de esto, responsabiliza a Víctor de negarle la oportunidad de ser feliz y le ruega que se encargue de crear una compañera que le aliviane la desdicha. Víctor, preso del arrepentimiento, no lo hace.

Entonces, el monstruo jura vengarse y, en esa tarea, asesina a Henry, el mejor amigo de Víctor, y a Elizabeth, su prometida. Además, el padre del estudiante muere a causa de la tristeza que le causan estos sucesos.

Sin más, Víctor decide terminar con la vida de este ser demoníaco y lo persigue hasta el Mar Ártico, donde termina muriendo a bordo de un barco que lo recoge de entre los hielos. 

La novela concluye cuando la criatura infame se presenta ante el capitán del barco donde ha muerto Víctor y, abrumada por los remordimientos, le anuncia que pondrá fin a su miserable existencia.

Los monstruos que hemos creado

Yo no sé a quién endilgarle hoy el nombre de Víctor Frankenstein. Pero olfateo que no es uno solo y que el origen mucho tiene que ver con el lado más ruin y despreciable de la política, ese que tanto se parece a lo que dice algún pasaje del relato: “Si no puedo inspirar amor, voy a causar miedo”.

Lo que sí sé es que nuestra sociedad está viciada de monstruos. Quizás, como el creado por la genial Mary Shelley, en sus inicios fueron seres de nobles sentimientos y sólo anhelaban amor. Pero, en el trayecto, algo ha ocurrido y aquí los tenemos, todos los días, hablando fuerte a nuestro alrededor.

Nuestra sociedad está viciada de monstruos. Quizás, como el creado por la genial Mary Shelley, en sus inicios fueron seres de nobles sentimientos y sólo anhelaban amor. Pero, en el trayecto, algo ha ocurrido y aquí los tenemos, todos los días, hablando fuerte a nuestro alrededor.

A partir del resultado de las elecciones del domingo pasado, estas criaturas horrendas, han cobrado un vigor inusitado, generando un pandemonio en el que he leído y escuchado de sus bocas cosas como las que enumero a continuación:

  • Cómo me voy a reír cuando la boluda que limpia en casa, cobra un plan y votó a Milei la empiece a pasar bomba con su candidato”.
  • Zurdos como vos no son queridos en este país, inútil, dejá de estudiar gratis y volvete a Venezuela”.
  • Soy propietaria de un departamento y mis inquilinos votaron a Milei. Cuando el año que viene venza el contrato y se los renueve en dólares, si se quejan, les voy a decir que se quejen con su candidato y los voy a mandar a vivir bajo un puente”.
  • Compré pochoclos para sentarme a ver cómo los empleados de YPF, Aerolíneas y Télam salen a mendigar por las calles, muertos de hambre, cuando los rajen a todos”.
  • Deseo con toda mi alma, que estos negros que se creen blancos por votar a la derecha, le tengan que dar arroz a sus hijos hasta que se conviertan en chinos”.

Así, podría pasarme la tarde detallando cientos de comentarios, a cuál más pérfido. Parece que lo de que el amor vence al odio se suspendió hasta nuevo aviso. Y que la moda de usar la palabrita “empatía” fue reemplazada por la de desear que los otros —entendiendo como otro al que vota distinto— se caguen de hambre, vivan en la miseria y, si es posible, se mueran. 

Personalmente, por estos días, esta crueldad desbocada me inmoviliza. Observo y escucho, sin capacidad de reacción, con un gusto amargo en la boca que no alcanzo a dilucidar si es miedo o repugnancia.

En este infierno que alguien ha creado, la mitad de la Argentina está convencida de que el monstruo es Milei; la otra mitad no tiene dudas de que lo horrendo es Massa. 

Parecería, sin embargo, que los monstruos son cada uno de los que vomita deseos siniestros como los que escribí más arriba. Y que algo tiene que ver lo que dice el personaje de Shelley: “Yo era benévolo y bueno; la miseria me hizo malo. Hazme feliz y de nuevo seré virtuoso”.

Parecería, sin embargo, que los monstruos son cada uno de los que vomita deseos siniestros como los que escribí más arriba. Y que algo tiene que ver lo que dice el personaje de Shelley: “Yo era benévolo y bueno; la miseria me hizo malo. Hazme feliz y de nuevo seré virtuoso”.

Quién sabe si existe alguien capaz de devolverles la felicidad a nuestros monstruos y, por carácter transitivo, el virtuosismo. Quién sabe cuál puede ser el final de tantas aberraciones sueltas. Quién sabe por qué tantos abren la boca en su afán de demostrar —a los gritos— que han llegado a la política antes que a la inteligencia (y a la sensibilidad).