Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”.

Así comienza La metamorfosis, novela escrita por Franz Kafka en 1915 y que cuenta la repentina transformación de Gregorio en una especie de escarabajo, situación que complica la comunicación con su entorno hasta llevarlo al ostracismo y la muerte.

En el relato se describe detalladamente la metamorfosis sufrida por el personaje principal, achacándole a ella todos los hechos subsiguientes.

Sin embargo, una lectura más profunda también nos permite observar la transición del resto de la familia. Porque hasta su mutación, Gregorio era el encargado de mantener a su familia y de pagar las deudas de su padre, trabajando como viajante de comercio. Mientras tanto, su padre, su madre y su hermana Grete vivían del muchacho, sin más obligaciones.

Es ahí entonces, que todos se transforman: el padre comienza a trabajar como ordenanza en un banco, Grete entra como dependienta de una tienda y la madre debe ocuparse de las faenas de la casa, coser para otras damas y atender a los huéspedes que se ven obligados a tomar debido a la escasez de dinero.

Al mismo tiempo, el señor Samsa desprecia a su hijo por haberse convertido en algo monstruoso, la señora toma una actitud pasiva y Grete se apiada de él, lo cuida y alimenta. Sin embargo, con el paso de los días, los tres personajes llegan a repudiar a Gregorio y su muerte les supone un alivio.

Sin embargo, Gregorio —que vive encerrado en su cuarto — se preocupa por cómo sobrevivirán sus seres queridos y se culpa por su extraña condición que le impide continuar siendo el sostén de la familia. Finalmente se resigna, siente una vergüenza que lo anula y deja que su familia decida por él. Gregorio Samsa se limita a aceptar que está condenado.

La metamorfosis (la nuestra)

En la sociedad en la que nos toca vivir, resultaría mucho más fácil para sobrevivir obedecer el consejo que Franz Kafka dio alguna vez: “En tu lucha contra el resto del mundo te aconsejo que te pongas del lado del resto del mundo”. Es decir, evitemos metamorfosis propias. Sobre todo, si alguna vez militamos alguna causa política, sindical, feminista o del color que se les ocurra y cometimos el pecado mortal de cambiar de ideas.

Hoy parece no haber posibilidad para replantearnos las creencias de ningún grupo al que pertenezcamos. Es obligación elegir entre el blanco y el negro, a pesar de que nuestros ojos perciban infinitas tonalidades intermedias.

No hay lugar para la duda ni hay margen para decidir dejar de participar. Porque la duda, la pregunta, el cuestionamiento implican dejar de pertenecer. Y, atentos, esto no implica dejar de pertenecer a un grupo. Por lo general, la no pertenencia se expande como un pulpo de mil tentáculos que todo lo contamina y lo impregna de clausura y desamparo.

Ya conocemos lo que le pasó a Gregorio Samsa cuando dejó de ser igual al resto: debió permanecer encerrado en un cuarto, rumiando su desventura hasta morir en total soledad. Lo mismo que sucede hoy: los que se niegan a repetir el discurso mayoritario, los que no se someten son excluidos. Elegir una forma de pensar y de actuar libremente, incluso ejercer la libertad para no elegir es sinónimo de condena social.

De esta manera, se hace muy duro vivir en un mundo en el que las posiciones sectarias menosprecian y castigan con el aislamiento o con la cancelación a los que se atreven a plantear ideas distintas. Hoy, en cualquier ámbito de militancia, es obligación estar al servicio de un núcleo pequeño que ejerce el control del discurso y al que no es posible cuestionar porque se corre el riesgo de dejar de pertenecer. Quizás porque los cuestionamientos ponen en peligro el mantenimiento en el poder de ese núcleo pequeño.

Así las cosas, el sectarismo disfrazado de buenas intenciones, las reivindicaciones justas transformadas en discursos políticos vacíos se vuelven excusas o herramientas útiles a unos pocos, y sólo logran reemplazar igualdad por privilegio y justicia por venganza.

“Se hace muy duro vivir en un mundo en el que las posiciones sectarias menosprecian y castigan con el aislamiento o con la cancelación a los que se atreven a plantear ideas distintas”.

También lo dijo Kafka: “Es bastante fácil confiar en alguien cuando se le está vigilando o, al menos, cuando se le pueda vigilar.”

Claro que ejercer el control absoluto de los pensamientos de los demás es una tarea imposible. Sin embargo, no dejan de intentarlo y lo más terrible es lo que pasa cuando alguien no se deja controlar: el objetivo de homogeneización sólo logra que las ideas no se renueven, que las nuevas generaciones no encuentren puertas abiertas o que se metan en cualquier puerta que les franquea el paso sin importarles la peligrosidad latente tras ellas y que la presión social —la de nuestros pares — sea muy difícil de soportar.

Quizás deberíamos plantearnos si la metamorfosis del rebelde que osa romper con los discursos vigentes es la única. Quizás deberíamos preguntarnos si esos núcleos pequeños que nacieron de demandas justas no se han transformado en autoritarios y fanáticos y eso mismo genere el alejamiento de sus otrora seguidores.

Quizás todos se horrorizan y cancelan a los Gregorios Samsa y no advierten —o se hacen los tontos — sus propias metamorfosis.

Quizás, como Kafka escribió en la boca de uno de los personajes de La metamorfosis sea hora de detenernos a pensar que “…A pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como a un enemigo…”.

La imposición de unos y la resignación de otros no debería ser la moneda común de estas épocas. No lleguemos, como Gregorio, a aceptar que estamos condenados. No lleguemos, como su familia, a tratar como enemigo a nuestros iguales.