Desde 1980, cuando fue publicada, La conjura de los necios fue considerada una obra maestra repleta de críticas sociales y, por sobre todo, de sentido del humor. Incluso en 1981, la novela recibió el Premio Pulitzer. 

Sin embargo, su autor, John Kennedy Toole no pudo disfrutar del éxito: en 1969 había colocado el extremo de una manguera en el caño de escape de su auto y el otro en la ventanilla del conductor, causando su propia muerte. Dicen que su suicidio se debió a la profunda depresión que el escritor sufría ante las incontables negativas de las editoriales a la publicación de su obra.

El libro es una crítica mordaz, una denuncia ácida y disparatada en la que se tocan temas como la homofobia, el capitalismo, el racismo, la esclavitud y el individualismo. No obstante, a medida que se avanza en la lectura de cada uno de sus capítulos, en la construcción de cada personaje, en los enredos en los que se ven envueltos, es imposible dejar de reír. Sin embargo, para esta columna, sólo voy a detenerme en la personalidad del personaje principal: Ignatius J. Reilly.

En la Argentina de la grieta, vivimos en una conjura constante. La mitad de la población cree que los necios son los que votaron a Javier Milei, la otra mitad está convencida de que los necios son los que pusieron un voto en la urna a favor de Sergio Massa. 

La conjura de los necios cuenta la historia de Ignatius J. Reilly, un muchacho excéntrico, que se siente incomprendido por la sociedad y que, por ello, se rebela contra el sistema y se manifiesta vehementemente en contra de todo. 

Ignatius es un tipo alto y gordo, que se viste de manera estrafalaria y que, con treinta años, aún vive con su madre, con la que mantiene una mala relación. Pasa la mayor parte del tiempo recluido en su cuarto, intenta escribir una obra maestra, ingiere dulces como si su estómago no tuviera fondo, va casi a diario al cine a ver películas que aborrece y huye, con ahínco, del mundo laboral. No posee más aspiraciones que la satisfacción de su ego enorme.

Para este hombre la vida se divide en ciclos en los que la Fortuna es adversa o propicia. Por ello se siente libre para actuar con inmadurez y elude la responsabilidad de todo lo bueno y de todo lo malo que le sucede. Además, asegura sufrir trastornos en su válvula pilórica, lo que le provoca unos terribles gases que salen de su boca en forma de eructos y le dan la excusa para evadirse cada vez que la vida se complica.

La novela comienza con una cita de Jonathan Swift que dice: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. Y es que el antihéroe de Kennedy Toole está convencido de que el mundo está lleno de necios, pasa el tiempo realizando diagnósticos sobre los problemas sociales y —en una dupla genial con su “ex novia” Myrna Minkoff — se sitúa como un ser superior a los demás, como si el resto no supiese comprender y sólo ellos tuviesen el entendimiento total de lo que pasa.

La conjura de los necios

El personaje se enfrenta a una serie de desventuras al intentar buscar trabajo y al interactuar con personajes igual de raros que él. Según avanza la historia descubrimos que todos estos personajes son víctimas de un mundo absurdo en el que Ignatius se convence cada vez más de ser el único genio entre necios y en el que, sin embargo, debe sobrevivir. El problema es que se enfrenta a una realidad que le es ajena y a la que no consigue adaptarse: el mundo real colisiona con su micromundo de fantasía; se enfrenta a un universo al que cree que puede cambiar pero sin detenerse a reflexionar sobre el papel que él mismo desempeña.

Egocéntrico, narcisista, odioso, se empeña en cambiar la sociedad y se encuentra, a diario, con el resto de la humanidad: una horda de necios que se lo quieren impedir.

El necio es el otro

En la Argentina de la grieta, vivimos en una conjura constante. La mitad de la población cree que los necios son los que votaron a Javier Milei, la otra mitad está convencida de que los necios son los que pusieron un voto en la urna a favor de Sergio Massa. 

Por supuesto, los integrantes de cualquier lado de la grieta piensan, al igual que Ignatius J. Reilly, que sólo ellos son buenos observadores de los problemas sociales, que son los únicos capaces de tomar la distancia suficiente para realizar críticas sabias y los únicos con derecho de responder con insultos a las verdades que la realidad les sacude, del mismo modo en que Ignatius insulta a Myrna cada vez que ella, en sus cartas, le lanza evidencias que lo indignan y a las que no puede rebatir.

Las redes constituyen un micromundo propio en el que sus usuarios se vuelven verdaderos misántropos incapaces de tratar con otros seres humanos sin erigirse como genios ni considerar a los demás como necios.

Claro que esto se ve con más claridad en el mundillo de las redes sociales: al igual que nuestro personaje con su cuarto sucio y repleto de papeles, las redes constituyen un micromundo propio en el que sus usuarios se vuelven verdaderos misántropos incapaces de tratar con otros seres humanos sin erigirse como genios ni considerar a los demás como necios. Quizás, como dice Kennedy Toole, tras los límites de esos mundos pequeños, se encuentra “…el corazón de las tinieblas, la auténtica selva…”. Despotricar es fácil, ya lo sabemos. Y encontrar oponentes, que muestren su necedad y confirmen nuestra brillantez, es fácil y satisfactorio. Por otro lado, adentrarnos en la “selva” requiere de una enorme valentía que no todos tenemos.

Cuando llegué al punto final de la novela, me detuve a pensar que quizás los necios no sean los otros. Quizás, los necios somos todos y cada uno de los que formamos parte de esta sociedad fragmentada y en la que nos movemos, cada vez más, como células aisladas. Y quizás, los únicos genios sean los políticos que se han esmerado para llegar a esta situación desoladora.

Hablo de políticos de todos los rangos y de todos los colores. Hombres y mujeres que viven, como Ignatius, en su propio micromundo, casi inadaptados sociales, manipuladores y cínicos. Personas con altas capacidades intelectuales que consideran que la culpa de los males siempre es de los demás. Funcionarios cuyas acciones afectan la vida de las personas, de una u otra forma, y que han renunciado a “sumarse a la realidad”, quedándose en la teorización y los conceptos. Bien lo expresa Ignatius en alguno de los pasajes de la novela: “…Sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie…”

Cuando llegué al punto final de la novela, me detuve a pensar que quizás los necios no sean los otros. Quizás, los necios somos todos y cada uno de los que formamos parte de esta sociedad fragmentada y en la que nos movemos, cada vez más, como células aisladas. Y quizás, los únicos genios sean los políticos que se han esmerado para llegar a esta situación desoladora.

Y por encima de todo, meros observadores individualistas pero incapaces de ver que a los demás no nos queda otra que adaptarnos a sus caprichos y a sus decisiones, adaptarnos a una realidad que ellos parecen desconocer o —si alguna vez la conocieron —parecen haber olvidado.

Del mismo modo que los personajes de La conjura de los necios, han aprendido a utilizar su ego enorme frente al miedo más enorme aún de los otros y ¿por qué no continuar? si este abuso continuo les da resultado.

Volviendo al relato, en cierto momento, la madre de Ignatius, cansada del comportamiento extravagante y díscolo de su hijo, llega a decirle: “Con todo lo que he hecho siempre por ti, lo único que tú haces es tratarme a patadas... Lo aprendiste todo, Ignatius, todo, salvo cómo debe comportarse un ser humano”.

En ocasiones quisiera poder decirles a los gobernantes —y a sus opositores —  exactamente esas mismas palabras.