Allá por 1953 nadie quería arriesgarse a publicar Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. El escritor cuenta de esta manera cómo logró que saliera a la luz: “Fue entonces cuando un joven editor de Chicago, escaso de dinero pero visionario, vio mi escrito y lo compró por 450 dólares, que era todo lo que tenía. Lo publicaría por entregas, en los números 2, 3 y 4 de la revista que estaba a punto de lanzar. El joven era Hugh Hefner; la revista era Playboy”.

En esta novela distópica se describe una sociedad del futuro en la que los libros están prohibidos y en la que existe un cuerpo de bomberos que tiene como tarea la de quemar cualquier libro que encuentra para evitar que se propague la “infección” del pensamiento.

Su protagonista es uno de estos bomberos, Guy Montag, que se siente poderoso y parte de un sistema en el que, en lugar de apagar incendios, los enciende. Hasta que un día conoce a una chica, Clarisse, que vive al lado de su casa y que, por medio de incesantes preguntas, lo pone a meditar sobre si es o no es feliz. Y una noche, en la que sale a quemar libros a raíz de una denuncia anónima, presencia como la dueña de ellos prefiere inmolarse y morir quemada antes que perderlos.

Ambos sucesos logran que Guy se cuestione su existencia y sus acciones; la intriga lo lleva a leer un libro y luego de eso, ya no vuelve a ser el mismo. Entonces comienza a hacerse planteos: ¿Son buenos o malos los libros? ¿Por qué esa mujer prefirió arder con su biblioteca antes que vivir sin ella? ¿Cuál es el poder que encierran esos elementos prohibidos? ¿Es realmente feliz con lo que hace de su vida?

Un grupo que, entre muchas otras cosas, le explica que “…no se puede obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado bajo ellos. Esto no puede durar…”.

La duda y la desobediencia se apoderan de nuestro protagonista. Así se cansa de su rol de censurador, decide renunciar a su trabajo y unirse a un grupo de resistencia que se dedica a memorizar y compartir las mejores obras de literatura del mundo.

Un grupo que, entre muchas otras cosas, le explica que “…no se puede obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado bajo ellos. Esto no puede durar…”.

Los libros como armas cargadas

Sobran los ejemplos, en la historia real —más allá de Fahrenheit 451—, del miedo que causan los libros y de las incontables veces que se los ha combatido. Basta recordar las quemas de los nazis intentando “purificar” la cultura alemana donde ardieron más de 25.000 ejemplares, entre ellos, los de autores como Sigmund Freud, Ernest Hemingway, Thomas Mann, Stefan Zweig y Albert Einstein.

Más cercano y más concreto — y no por eso menos triste—  es lo que pasa por estos días.

Podemos mencionar que, en Florida (EE. UU.), fueron retirados más de trescientas obras de las bibliotecas escolares: Anna Karenina de Lev Tolstoi, Un mundo feliz de Aldous Huxley, tres títulos de Hemingway, Carrie, It y catorce novelas más de Stephen King, para nombrar algunos. Para ello se basaron en la Ley 1069 que permite que las escuelas limiten los materiales que mencionan el sexo, el género y la salud reproductiva. Como si los niños y adolescentes no tuvieran acceso a esos temas por medio de las redes sociales a las que son adictos y a las que nadie controla con tanto celo. “¿Dieciséis de mis libros? Debo estar haciendo algo bien”, ironizó Stephen King al respecto.

También podemos hablar sobre la manera en que el lenguaje inclusivo toma por asalto a algunos clásicos de la literatura universal. Un ejemplo de ello es la versión “inclusiva” de El principito de Antoine de Saint-Exupéry a la que —en un derroche de mal gusto y ridiculez— titularon La principesa. La adaptación es protagonizada por una aviadora y en ella, para proteger a los animales, la serpiente ya no se come al elefante.

Otro caso de versiones manipuladas —yo lo llamo censura y delirio cancelatorio— es la reescritura que se efectuó de los libros de Roald Dahl con el objeto de adaptar la obra del británico a los tiempos que corren y “remover el lenguaje ofensivo”. Así, en clásicos como Matilda o Charlie y la fábrica de chocolate, ya no hay adjetivos como “gordo”, “feo” y “negro”. Se ha llegado al extremo ridículo de que la editorial contrate “lectores sensibles” para lograr un lenguaje que no ofenda a nadie y que los textos puedan ser “disfrutados por todos”. Corrección política en la ficción: se me ocurren pocas cosas tan idiotas como esto. Claro que mejor lo dijo Bradbury en Fahrenheit 451: “… cuanto mayor es la población, más minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación… todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener limpios…”

El último caso que voy a mencionar es autóctono. Hace pocos días, el escritor Hernán Casciari se despachó en una entrevista con la siguiente declaración: “… yo no creo en la literatura. Ni mucho menos que se lea… Hay mucha gente haciendo fuerza para que los chicos lean… decirle a un chico de 7, 8 años, que tiene que estar tres o cuatro horas mirando para abajo con todos sus sentidos en una sola cosa que es un papel con tinta… pobrecito, cómo le vas a hacer eso a un chico…” No sé si Casciari dijo esto para hacerse el copado o el moderno, si realmente piensa así o si fue una estrategia comercial para que todos hablen de él. Poco me importan sus motivaciones. Por mi parte, me niego rotundamente a aplaudir y seguir el modelo de la estupidez.

Leer es una forma de cuestionarnos, de despertar — como lo hizo Guy en la novela—, de zafarnos de ese “sólido e inconmovible ganado de la mayoría… ¡la terrible tiranía de la mayoría! ...”. 

Leer es una forma de cuestionarnos, de despertar — como lo hizo Guy en la novela—, de zafarnos de ese “sólido e inconmovible ganado de la mayoría… ¡la terrible tiranía de la mayoría! ...”. 

 “Un libro es un arma cargada”, dice Bradbury. Y sobre el fuego, ese que debemos sortear cada vez más para acercarnos a los libros, escribe: “Su verdadera belleza es que destruye responsabilidades y consecuencias. Si un problema se hace excesivamente pesado, al fuego con él.”

Por ello, voy a repetir —como un mantra, como un ruego, como un conjuro— lo que la resistencia de Fahrenheit 451 le dice a Guy Montag: “…no se puede obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado bajo ellos. Esto no puede durar