Orgullo y prejuicio, la novela más popular de Jane Austen, fue publicada en 1813. En 1797, su padre la había enviado a un editor que ni siquiera se tomó la molestia de leerla. Sin embargo, la escritora —con ayuda de su hermano— se la ofreció, años después, a otro editor que accedió a publicarla. Lo hizo de manera anónima, aunque Austen agregó debajo del título la leyenda “by a lady”. Tras su muerte, fue su hermano quien reveló el nombre de la autora.

La novela comienza con la llegada del señor Bingley -un joven soltero adinerado- a una gran propiedad vecina a la casa de la familia Bennet. Bingley es acompañado por su hermana Caroline y su mejor amigo, Fitzwilliam Darcy, quien es aún más rico que él pero también más engreído.

La señora Bennet, que ve el matrimonio como la única esperanza para sus hijas, decide que deben conocerlo. Así las cosas, en el primer baile en que se encuentran, Bingley se siente atraído por Jane, la hija mayor de los Bennet. Por su parte, Darcy se muestra despectivo hacia las personas del pueblo, a las que considera inferiores, incluyendo a Elizabeth, la segunda hija de la familia, a quien no encuentra lo suficientemente hermosa como para merecer su consideración.

Elizabeth, una muchacha de carácter fuerte, se siente ofendida por el comportamiento de Darcy y esto marca el inicio de una relación entre ellos llena de rigidez y desacuerdos.

A medida que avanza la narración, se van entretejiendo diversos enredos sociales e intrigas amorosas. Bingley y Jane parecen enamorarse, pero el romance se ve amenazado por los deseos de Caroline Bingley de separarlos: no considera a Jane lo suficientemente buena para su hermano. Por otro lado, aparece en la vida de Elizabeth un apuesto oficial del ejército, el señor Wickham, que le cuenta a la joven una historia en la que Darcy lo traiciona y le impide prosperar, lo que aumenta el desprecio de Elizabeth hacia él.

Orgullo y prejuicio

A pesar de tanto desdén y de tantos desencuentros, Darcy no logra doblegar el amor que siente por Elizabeth y se le declara. Sin embargo, lo hace de una manera tan engreída que ella lo rechaza, acusándolo de arruinar la relación entre Jane y Bingley y de maltratar a Wickham. Darcy se siente herido por las acusaciones y le escribe una carta explicando sus acciones, lo que la lleva a replantearse sus prejuicios hacia el galán.

A lo largo de la novela, Elizabeth y Darcy se van conociendo mejor, Jane y Bingley se casan, Lydia —la menor de las hermanas Bennet—huye con Wickham, lo que provoca un gran escándalo y Darcy, en secreto, ayuda a resolver la situación, obligando a Wickham a casarse con la damisela. Cuando Elizabeth descubre este acto de generosidad, comprende que sus sentimientos han cambiado y que se ha enamorado perdidamente.  

Finalmente, Darcy le vuelve a declarar su amor, en esta ocasión con humildad y sencillez. Elizabeth lo acepta y se casan, demostrando que el amor y la comprensión pueden superar las barreras del orgullo y los prejuicios.

El mismo amor, distintas estrategias

Dos siglos después, el amor continúa siendo “… un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio…”, como escribió don Julio Cortázar alguna vez. Sin embargo, es penoso observar cómo las estrategias para intentar relacionarnos con quien nos atrae continúan a la orden del día pero se han perfeccionado logrando un nivel absoluto de estupidez.

En los tiempos de Orgullo y prejuicio, las damas y los caballeros casaderos interactuaban —siempre vigilados por sus padres— en bailes, visitas y ocasionales invitaciones a tomar el té. En esos ámbitos tan cuidados, estallaban los coqueteos, las charlas inteligentes y provocadoras, los hombros descubiertos, los aleteos de pestañas y los rubores. 

Y por supuesto, se ejecutaban con total frialdad todo tipo de manipulaciones, se mentía con descaro, se planificaban encuentros “casuales”, se ideaban desplantes que generaran reacción en el otro, se rechazaban propuestas matrimoniales con la intención de suscitar mayor interés y los chismorreos corrían con la velocidad de la luz. Así, la novela refleja, de manera irónica y poética, cómo debajo de la aparente perfección de la sociedad británica, se esconden las apariencias, la simulación y los prejuicios.

En tiempos de aplicaciones y redes sociales, cuando uno supone que el ser humano ha evolucionado y que posee muchas más herramientas y saberes que le permitan relacionarse con los demás de una forma sencilla, directa y sin prejuicios ni vanidades, lamento decir que la coincidencia viene cada día más difícil.

En tiempos de aplicaciones y redes sociales, cuando uno supone que el ser humano ha evolucionado y que posee muchas más herramientas y saberes que le permitan relacionarse con los demás de una forma sencilla, directa y sin prejuicios ni vanidades, lamento decir que la coincidencia viene cada día más difícil.

La premisa de hoy parece ser mostrarse autosuficiente e inmune al dolor y nos olvidamos de que nada es absoluto en las relaciones humanas. Las personas somos falibles: todo, absolutamente todo puede fallar, y en ese “todo” estamos incluidos.

Así las cosas, las estrategias utilizadas son ridículas y degradantes. Hombres y mujeres esgrimen Tinder o Instagram como un arma —en reemplazo de abanicos, susurros de muselinas y besos en las manos— y salen a cazar. Entonces… fueguitos por acá, corazoncitos por allá, chats interminables, la obligación de estar conectados a toda hora, la urgencia por responder, la pericia para aplicar filtros a las fotos para verse perfectos, la inteligencia para desconfiar de los que no se ponen foto alguna y siempre ahí, rígida e inamovible, la cobardía.

Orgullo y prejuicio

Miedo a sentir, a dar la cara, a decir lo que me pasa, a no satisfacer al gran mercado que se abre ante la mirada del mundo y en el que estás primoroso, en la vitrina. Igual que en los grandes salones de baile de Orgullo y prejuicio pero con una enorme dificultad para relacionarnos mientras nos miramos a los ojos.

Y cuando surgen los desencuentros, la cosa se pone peor: de repente te dejan de escribir o uno decide no contestar —para ocultar el interés, cuando por dentro nos morimos de ganas de estar con esa persona—, alguno desaparece como por arte de magia y a los pocos días se exhibe con otra, otro te dice que no tiene tiempo porque está sobrecargado de trabajo y eventos, vos le decís que no sabés qué es lo que te pasa.

Fueguitos por acá, corazoncitos por allá, chats interminables, la obligación de estar conectados a toda hora, la urgencia por responder, la pericia para aplicar filtros a las fotos para verse perfectos, la inteligencia para desconfiar de los que no se ponen foto alguna y siempre ahí, rígida e inamovible, la cobardía.

Se inventan reglas inamovibles —que son distintas para cada persona y eso aumenta la confusión, claro—: algunos exigen que estés atento a sus historias y reacciones como signo de que estás pendiente, otros optan por el bloqueo al menor indicio de algo que no los satisface, cada respuesta se piensa y calibra milimétricamente, casi todos sobreactúan seguridad e indiferencia: “si sos histérica, pasá de largo” … “hombres inmaduros, abstenerse” …, algunas pretenden pagar la mitad de la cuenta para demostrar independencia, otras exigen la caballerosidad antigua de la invitación, ellos no se atreven a robar un beso o a decir un piropo por temor a ser catalogados de acosadores y ellas se quedan con la boca reseca y los oídos anhelantes. Y nos atrapa la misma pregunta que hizo Elizabeth Bennet: “... ¿Podría preguntarle si estas gratificantes atenciones provienen del impulso del momento, o son el resultado de estudio previo?...”

Nadie parece recordar que no existe la pasión sin idealización ni romanticismo. Por eso, esas relaciones amorosas desbordantes de reglas y contratos están destinadas al fracaso. Los memes, los reels, las historias no constituyen una forma de comunicación efectiva y no suplantan el juntarse cara a cara, el decir lo que te gusta, el escuchar la entonación de la voz, el ver los gestos. Todo lo demás son supuestos y nada bueno puede salir de las suposiciones de dos personas que elucubran, cada una en su casa, mientras arden de dudas y de deseo.

Vivimos en un mundo solitario, incendiados de ganas de amar. Tenemos tantas ganas de amar que no dejamos de huir. Vaya paradoja.