Doris Lessing, la ganadora del Premio Nobel de Literatura, publicó Memorias de una superviviente en 1974. La novela distópica, no muy larga pero contundente, narra la historia de una mujer de clase media que vive en un departamento con vista a la calle y que sobrevive mientras la sociedad avanza hacia su final.

La escritora británica presenta, de este modo, una obra pesimista. Nunca define qué fue lo que causó la crisis pero, en primera persona, describe una ciudad en la que fallan los servicios básicos, hay escasez de alimentos y de vestimentas y crecen la suciedad, la violencia y los parásitos.

Mientras tanto, ella vive en su propia burbuja, confinada en su departamento en donde se dedica a criar a una niña de doce años que aparece misteriosamente en su puerta, acompañada de su mascota Hugo, un gato que se comporta como perro.

Esa parece ser su misión: preocuparse por la niña, evitarle el mal, mantenerse ambas con vida en un mundo en el que ya no hay un orden que sustente una sociedad unida y que se encuentra habitado por supervivientes que velan por su propio bienestar, sin pensar en los demás.

Memorias de una superviviente

Sin embargo, la niña crece y muestra su independencia de una manera bastante agresiva por lo que se establece entre ambas un vínculo extraño y frío hasta que la adolescente se lanza a las calles y se une a una de las bandas de jóvenes que imponen su propia ley a base de represión y violencia mientras la protagonista observa por la ventana.

Así, cuenta cómo las plantas surgen entre el asfalto, los adolescentes se organizan tribalmente, los animales domésticos se tornan salvajes o corren peligro de ser devorados, las ratas y las pandillas errantes siembran el pánico y la clase gobernante burócrata no actúa: sólo habla sin resolver ni ocuparse de nada.

La ciudad va a la deriva y se transforma en un mundo en descomposición, sombrío, lleno de peligros e incertidumbres. El gobierno parece que ha colapsado, imperan la violencia y la falta de reglas y la ciudadanía sobrevive como puede, sin ley ni orden, en una especie de “sálvese quien pueda”.

Desde su ventana, la mujer observa cómo la ciudad se descompone y parece no tener remedio. Siente que los cambios son irreversibles y habla de un “…pasado delicioso pero muerto…

El relato se torna deprimente, duro, sin humor ni alegría. Desde su ventana, la mujer observa cómo la ciudad se descompone y parece no tener remedio. Siente que los cambios son irreversibles y habla de un “…pasado delicioso pero muerto…

La novela finaliza cuando el colapso social es total: la ciudad queda casi vacía y los niños, embrutecidos de tal forma por las necesidades, se tornan más temibles que los adultos y capaces de cometer asesinatos.

Un estado de cosas en el que la barbarie es total y cada ser humano se ve obligado a luchar, sin contemplaciones, para sobrevivir.

Hubo un tiempo que fue hermoso…

Cuando llegué a vivir a Buenos Aires, la ciudad era otra. Nos subíamos al colectivo y le pagábamos el boleto directamente al chofer, la calle Corrientes se lucía con sus librerías de usados, teatros y restaurantes, en las esquinas había floristas y puestos de diarios que se dedicaban a vender ¡diarios de papel!. 

En Palermo no había cafés de autor sino talleres de automóviles, las mujeres vivíamos trepadas a los tacones y los hombres decían piropos por las calles sin miedo a ser denunciados. Puerto Madero era un conjunto de bodegas abandonadas, el Abasto era un mercado de frutas y verduras, se inauguraba el Alto Palermo como el primer shopping y la capital de la Argentina era conocida como “la ciudad que nunca duerme”, repleta de bares, boliches y tugurios en donde divertirse. 

Las colas para conseguir trabajo, con el diario bajo el brazo, eran larguísimas y no teníamos teléfonos celulares, computadoras ni Internet. Así que salíamos a la calle, nos tomábamos el tren y nos íbamos a bailar a Ramos Mejía, a los arcos de Palermo o a La Plata, que estaba infestada de pensiones repletas de universitarios.

Un tornado arrasó a mi ciudad…

Treinta años después, nada es igual. Y muchas veces, me siento como la protagonista de Memorias de una superviviente.

Buenos Aires se muere, señores. Se muere porque, como en la novela de Lessing, la ciudad está en estado de descomposición y nadie del gobierno toma nota de los mensajes que alertan sobre esta decadencia acelerada.

Salir a caminar por sus calles hoy, es exponerse a los olores nauseabundos que salen de los contenedores desbordados de basura podrida, verdaderos caldos de cultivo de plagas; es cruzarse con personas que piden, piden sin cesar: dinero, comida, ayuda y que, si no tenés posibilidad de atender a su pedido, se vuelven agresivas, se desesperan, se enojan y gritan e insultan. Porque están muertos de hambre. Locos de hambre. Y muchas veces, drogados para no sentir hambre. 

Es encontrarse con ramas y árboles caídos producto de la tormenta que arrasó con todo hace dos meses atrás y nadie tuvo el tiempo ni el interés de recolectar; es cruzarse con ratas en las cercanías de los supermercados; es llevar la mochila hacia adelante o la cartera cruzada sobre el estómago y agarrada con fuerza porque tenemos miedo de que nos roben, de que nos peguen el tirón, de caernos, de lastimarnos y aun así quedarnos sin nuestras pertenencias.

Es saber que si llueve fuerte, los subtes cierran por las inundaciones, que si construyen un edificio al lado de nuestra casa nadie controlará y probablemente haya un derrumbe y se muera gente y nadie pague por ello; que si el calor nos sofoca y abusamos de los aires acondicionados, puede explotar una central eléctrica y barrios enteros se quedarán sin luz, sin agua, sin ascensores y sin asistencia de ningún tipo.

En la novela, nunca se sabe el origen de la crisis. En Buenos Aires, sí. La ciudad está absolutamente abandonada, la situación es angustiante y nadie parece ocuparse de intentar revertir tantos signos que apuntan a la decadencia. 

Es saber que la avenida Corrientes casi no tiene librerías, que comer en las mesas de las veredas es riesgoso e incómodo y que pasear mirando vidrieras o marquesinas es imposible porque la famosa calle de las luces se ha convertido en la casa de la película Trainspotting a cielo abierto, en un agujero repleto de zombies, drogados y casi inconscientes que intentan sobrevivir a toda costa, sin importarle el resto del mundo, salvo como proveedores de ayuda; es encontrar, en cada esquina, en cada cajero automático, en cada puerta de las iglesias, en cada banco de plaza, familias enteras durmiendo como pueden, amontonadas en un colchón mugriento, dándose calor los unos a los otros y revolviendo en la basura para buscar nutrientes como verdaderos animales salvajes.

Mientras tanto, Jorge Macri, ese viajero frecuente que vemos por las redes sociales en distintas postales del mundo, parece que quería ser Jefe de Gobierno pero que no quería trabajar como Jefe de Gobierno. Y se esmera en el rubro insensibilidad al declarar cosas como “… hay gente que duerme en la calle, revuelve mal la basura y eso les afecta a ustedes…”, olvidándose que para esa gente también tiene que gobernar porque también son personas que viven en la ciudad.

En la novela, nunca se sabe el origen de la crisis. En Buenos Aires, sí. La ciudad está absolutamente abandonada, la situación es angustiante y nadie parece ocuparse de intentar revertir tantos signos que apuntan a la decadencia. 

Mientras tanto, cada uno de nosotros mira a través de la ventana, inmersos en nuestras propias burbujas, abrazando a nuestros hijos ―qué miedo da dejarlos salir a la jungla― e intentando evadirnos de esta realidad caótica y desoladora que parece no tener solución.